La estación de las flores y de la alegría no solo es insoportablemente cursi, sino que también es una añagaza, un simulacro de verano, que a su vez es un simulacro de libertad. Séptimo capítulo de «Qué pereza todo, donde trato de explicar por qué no me creo a la primavera
Mi padre abría la jaula de los periquitos y los dejaba volar por casa. La mayoría se estrellaban contra los muebles como si estuvieran drogados y se acababan escapando por la ventana hacia la intemperie asesina de Bilbao. Y eso es prácticamente lo que pienso de la primavera.
La estación de las flores, de la alegría y de Desigual es una añagaza, un simulacro de verano, que a su vez es un simulacro de libertad. Llega finales de marzo y el cambio de hora, las gerberas empiezan a bailar como coristas en los jardines, se asoman los brotes verdes en los árboles y los dedos en las sandalias de las chicas de la oficina, y crees que todo empieza a mejorar y que la luz vence en su batalla universal contra la oscuridad, pero es mentira: todo sigue como siempre, igual de condicionado e irreal, pero con un tiempo más inestable (el pronóstico es claro: nubes y claros con riesgo de algún chubasco) y con una mayor diferencia entre tu estado de ánimo y la algarabía general.
La primavera no llega a cansarme como su vecino el verano, pero ese despertar exagerado de la vida me deja frío y exhausto, no me parece justificado, no me convence, no me lo creo, como cuando un fichaje futbolístico se besa el escudo en su presentación y dice que jugar con su nuevo equipo era su sueño desde pequeñito. La primavera es el sol de pega, la chaquetita de entretiempo que molesta en la mano cuando hace calor y que no abriga cuando refresca, las vacaciones anuladas por un encargo de última hora, el huevo huero, el optimismo vacío del comercial, Ciudadanos, la amistad de conveniencia de otros padres del colegio, el sí pero no, el te quiero pero solo como amigo.
La primavera me da alergia a la primavera. La primavera es un bluf.
Parto de la base de que si eres de escuela pública no te puede gustar la primavera, del mismo modo que no te puede gustar el esquí o el vino rosado, en cualquiera de sus presentaciones. La estación me recuerda a uno de esos niños de colegio caro con su polo blanco y su jersey de pico al que apetece atizarle un poco cuando te cuelas a jugar en su patio y te pregunta con un cierto asco que a ver de dónde eres, atizarle por privatista, por relamido, por elitista de bolsillo, o como compensación adelantada de la violencia organizada que te hará sufrir años después, cuando él sea el director del banco que te estafará o el gerente de la corporación que te ofrecerá la caca de empleo al que no tendrás otro remedio que aferrarte.
Lo siento, no puedo con el optimismo de la abeja Maya de estas fechas. Me parece infantil creer que por el hecho de que sea primavera en El Corte Inglés o de que florezcan los putos cerezos en el Jerte, la vida vaya a ser mejor en los próximos meses. Esa actitud de Mr. Wonderful, esa promesa estival de viajes emocionantes, piscinas privadas y gin tonics premium mirando la puesta de sol que anuncia la primavera puede que se haga realidad en el caso de algunos, pero solo provocará la frustración de la mayoría. La sociedad virtual. La sombra del bienestar. El cuento de la lechera de los mileuristas. El se mira pero no se toca de toda la vida. Lo de siempre.
No hay nada más artificial, más publicitario, que la primavera.
Vale, puede que yo sea un resentido social que se toma por lo personal un acontecimiento atmosférico perfectamente neutral. Pero no me negaréis que dan pereza todos los anuncios de antihistamínicos y los consejos cariacontecidos de los presentadores de informativos sobre cómo hacer frente a la astenia primaveral. Además, la primavera tiene inconvenientes añadidos, como los excursionistas entusiastas llenando de grititos la tranquilidad de las montañas o el riesgo de que te inviten a una ridícula comunión por todo lo alto en la que la madre llora emocionada porque la niña, que parece la princesa de Frozen, se come a dios por primera vez.
Y es una cosa de lo más cursi. Mientras haya en el mundo primavera, habrá poesía. Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. Puaj. Tira de espaldas. La primavera es la letra del himno de Marta Sánchez, es Barbie Malibú enamorada del amor, es Ane Igartiburu susurrando hola corazones a la hora de comer. Inaguantable.
Pero lo peor de todo, la que siendo sincero es la razón fundamental de esta reflexión humanista y de gran compromiso social, es que la primavera es el momento en que mi mujer se prueba el bikini del año pasado, y eso, amigos, es un drama humano, un trance aterrador ante el que uno nunca está suficientemente preparado. Volverán las oscuras golondrinas, el incómodo debate anual sobre si el traje de baño es más elegante, las preguntas sin respuesta correcta acerca de si ha engordado.
Cada primavera, lo mismo.