Solo viven 123 habitantes. Hacen queso Idiazabal. Recuerdan con orgullo a su vecino más ilustre, el escritor Nikolas Ormaetxea “Orixe”. Y cuando hace malo, hace malo de verdad.
A la entrada de Orexa la niebla es tan densa que asusta un poco. Se ha metido entre los montes, afilados como hachas, y no empezará a difuminarse hasta pasado el mediodía. En jornadas como la de hoy el recurrente chiste de Mordor cobra sentido: la bruma tapa el paisaje, apenas se ven algunas manchas verdes. Todo es una gran sauna al aire libre, solo que estamos a 20 grados un día de julio.
Dos señales casi consecutivas nos avisan de que ya hemos alcanzado nuestro destino. “Orexa, ongi etorri. Euskal Herria. Basque Country”. Sacamos unas fotos. Volvemos al coche. En apenas 500 metros habremos pisado la plaza del pueblo.
En realidad, más que una plaza es un parking público con una fila de contenedores de reciclaje apilados a un lado. Coincidimos con una vecina que deposita una bolsa de residuos. Charlamos brevemente con ella. Nos advierte de que, hoy lunes, hay poco movimiento. El bar está cerrado. La iglesia está cerrada. El alcalde no está. Para colmo, el vaho de sauna finlandesa nos persigue. Es como si los valles encrespados de Tolosaldea hubieran desaparecido de un plumazo. Miramos a nuestro alrededor. Un edificio imponente nos saluda.
-¿Es ese el ayuntamiento?
-No, es la sociedad. El bar (Orexa ostatua) está encima. El ayuntamiento es eso de la izquierda-, dice señalando una casa que pasa desapercibida.
– ¿Y adónde vamos?
– Podéis visitar a Josune, la quesera. Bajando por la cuesta a la izquierda-, indica.
A Josune Malkorra le pilla por sorpresa nuestra visita, pero nos atiende muy amablemente. “Tengo 10 minutos”, se disculpa, antes de ponerse manos a la obra en una quesería que se le ha quedado pequeña. “Al año producimos 25.000 kilos de queso Idiazabal”, desvela, todos ellos elaborados de manera artesanal -desde el calentamiento y el cuajo hasta la introducción en moldes y el prensado- a través de la cooperativa Oihan Txiki. “Surgió en 1998, cuando el pueblo estaba de capa caída y la única actividad laboral se limitaba a la ganadería”. La cooperativa cuenta con dos sedes: la granja, que está aproximadamente a un kilómetro de Orexa, y la propia quesería. Josune vive a un minuto del trabajo.
-¿Cómo es la vida aquí?
-No es tan diferente a la vida en la ciudad. Al final todos nos levantamos, vamos a trabajar y el tiempo que nos queda lo dedicamos al ocio.
En el municipio más pequeño de Gipuzkoa (123 habitantes, según el INE) nació en 1888 el escritor Nikolas Ormaetxea “Orixe”. Su figura se recuerda con orgullo. Y con insistencia. Primero en la fachada de una casa donde una placa indica su lugar preciso de nacimiento acompañado de la siguiente cita: “Euskalerriko biotza dut nik artaz nai badezu galde (sic)”. En la sociedad han colocado una foto suya en blanco y negro entre una ikurriña y la bandera del pueblo. Por último, Orixe tiene su propia escultura al aire libre. Es el habitante más ilustre. El héroe local.
En la no-plaza encontramos a Ander, otro vecino. Se dirige a la sociedad. Es pastor y también trabaja en el sector de la pesca. Nos invita a conocer el espacio por dentro, un lugar tan cálido como puede ser cualquier otra sociedad gastronómica vasca. Hablamos distendidamente. Sobre el tímido relevo generacional que últimamente repunta en Orexa, por ejemplo. “Cada vez hay más niños en el pueblo, esta mañana los he visto jugando en el frontón”, nos cuenta. Además de algunos pormenores del trabajo (hoy es su día de fiesta) tocamos la política de refilón. Orexa es conocido por su pedigrí abertzale. En las pasadas elecciones municipales Bildu obtuvo 73 de los 76 votos emitidos. “Los otros son del PNV”, puntualiza, a lo que hay que añadir una papeleta en blanco.-¡Pero si tú tienes pinta de votar a Ciudadanos!
Ander ríe la gracia. Y le dejamos a su aire.
Orexa será diminuto, pero la mayoría vive en villas y caseríos que más quisieran en muchos pueblos y ciudades. Las casas están estupendamente cuidadas. Son grandes, robustas, elegantes. Después de visitar el cementerio nos topamos con un centro de cultura (cerrado). Tratamos de hablar con alguien más. Pero nadie nos abre la puerta. Nos quedamos con las ganas. Justo ahora que el cielo amaga con abrirse tímidamente y una docena de preciosos caballos salen a pastar al borde de la carretera.