Cuando despertó, el donostiarrismo seguía ahí. Un post sobre cómo escapar de la fiebre donostiarra alimentada por donostiarras. Con un poco de humor, claro
Hace cuatro años y medio volví a Donostia. Había escapado de Madrid como un pusilánime que no se enfrenta a la vida real y huye despavorido de los problemas. Cogí un Alsa y me fui. Así, de repente. Tenía 32 años, pero razonaba con la cabeza de un chico en la edad del pavo. Madrid era un lugar atroz, el Upside Down de Stranger Things. Se me escurría una larga relación de pareja, no tenía trabajo, no tenía dinero y cuando salía a la calle me sentía como Robin Williams jugando una partida a Jumanji.
Soy víctima del efecto boomerang. Una más. La crisis me devolvió a casa de la ama después de muchos años viviendo en una ciudad grande. Normalmente, en una ciudad de provincias la oferta cultural y la vida social brillan por su ausencia y muchas de las amistades de la infancia desparecen del mapa de actividades de ocio. Lo más excitante que hacen tus amigos de la cuadrilla el fin de semana es sujetar un vermut con una mano mientras que con la otra empujan a su hijo por un tobogán.
Por suerte, en San Sebastián hay vida más allá de los suelos de goma en parques infantiles.
Hace poco entrevisté a dos personas con mucho criterio y recorrido. Discutían sobre los pros y los contras de vivir en Donostia, pero estaban de acuerdo en una cosa: es la mejor ciudad del mundo. Les pregunté por qué se habían venido tan arriba, si era cosa de los reportajes del New York Times o del café Black insomnia. Me respondieron con argumentos válidos, que si su bellísima fisonomía, la calidad de vida, las playas, la gastronomía, la variada oferta cultural, bla bla bla. Pero el título de MEJOR CIUDAD DEL MUNDO es una idea absurda por dos motivos:
1- No existe la mejor ciudad del mundo.
2- Donostia tiene demasiadas pegas.
Llueve mucho, es cara de cojones y en las tiendas te sonríen menos que Chuck Norris en un día laborable. Como en todas las ciudades pequeñas, la endogamia es un cáncer. La disidencia está mal vista. Al que mea fuera de tiesto se le señala. Pero lo que más me ha sorprendido en mi vuelta es el éxito del que goza la imagen de ciudad-postal entre sus propios habitantes. Con los turistas, el fenómeno es comprensible. Fíjate en la icónica imagen que capta las dos playas y la isla Santa Clara con un sol radiante. No hay nada más donostiarra que fliparse con algo así. Si sacas una foto de la barandilla de La Concha, haces un vídeo de la bahía o te marcas un selfie con unos surfistas en la Zurriola, tus redes sociales echarán humo. Si tu pintxo se refleja en un gintonic en copa de balón en la terraza del hotel Londres, tendrás más likes que cualquier otra publicación. Donostia como ciudad de lujo y fantasía. Un pedazo de Bora Bora en el Cantábrico a bordo del Tutuki Splash de Port Aventura.
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Me encanta esta ciudad, pero me aburre infinito que se exploten en bucle sus atributos. Es como estar escuchando “One” de U2 una y otra vez. Me interesa mil veces más lo que hacen los chicos de Aceitepress con sus láminas y postales. Son geniales. Hermanan -porque sí, porque les da la gana- algunas fechas ineludibles del calendario donostiarra (Zinemaldia, Jazzaldia, Santo Tomás, Tamborrada) con el imaginario de la lucha libre mejicana. Es un divertido sinsentido.
También le sacan chispa a tópicos locales en piezas como “El ombligo del mundo” y “San Sebastián sin nubes”. Merece la pena echarles un vistazo. Desde aquí, les lanzo una propuesta: cambiad ligeramente un lema que vi en una taza hace un tiempo -“El Peine (del viento) te da energía”- por el “El PENE (del viento) te da energía”. A ver qué os sale. Así que nada de sursum corda y gifs con corazoncitos. El chiste metadonostiarra es el futuro.