En plena emergencia sanitaria por la crisis del coronavirus Covid-19, charlamos con un par de trabajadores de estaciones de servicio, negocios cuyo funcionamiento incluyó el Gobierno en el decreto con el que se declaró el estado de alarma
Estado de alarma, día 4. Con la mayor parte de la población encerrada en sus casas para intentar contener la expansión del coronavirus Covid-19 (que ya ha causado, a 18 de marzo, más de 200.00 contagios y 8.000 muertes oficiales a nivel mundial -13.716 y 598, respectivamente, a nivel estatal-), con muchos teletrabajando y otros tantos abocados a un ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo), cuando no a un despido fulminante (o sin nadie que pueda echarte, pero sin posibilidad de facturación, -caso de muchos autónomos-), hay una amplia gama de currantes, de diferentes sectores, que han de seguir acudiendo a sus puestos.
Es el caso de los profesionales sanitarios, los grandes héroes de este trágico momento que nos está tocando vivir. Pero, más allá del personal de los hospitales (sea de uniforme blanco, azul, gris, rosa o verde), existen otras profesiones cuya labor no solo está permitida durante estos días, sino que queda garantizada. Así se desprende del Real Decreto que entró en vigor el pasado fin de semana, donde se enumera aquello que los ciudadanos podemos y no podemos hacer.
«Están siendo días muy duros», afirma Maite (nombre ficticio), trabajadora de una concurrida gasolinera vizcaína. «Tengo a la familia en casa y salir a trabajar crea angustia», atestigua. Repostar combustible es una de las actividades permitidas por el Gobierno, siempre y cuando se utilice el vehículo para desplazarse al lugar de trabajo o regresar al domicilio particular.
Pero, con todo, parece que el estado de alarma ha traído, paradójicamente, algo de paz. «La semana pasada, sobre todo el jueves y el viernes, antes de que el Lehendakari decretase la emergencia sanitaria en Euskadi –Pedro Sánchez lo extendió a todo el país un día después-, fueron una locura», comenta Mikel (nombre ficticio), quien trabaja en una estación de servicio de Gipuzkoa. «Aquellos días fueron mucho peores», coincide Maite. «La gente llenaba como si se fuera a acabar el mundo», afirma, confirmando que ahora son «pocos» los clientes. «La medida de quedarse en casa era necesaria, no podía ser que tuviéramos colas de coches con el virus circulando», reflexiona Mikel.
Unos vehículos cuyos depósitos, en muchos casos, ni siquiera se llenaban con previsión de cara a desplazamientos «obligatorios», sino «por histeria y egoísmo», asegura el operario guipuzcoano. «El mismo sábado, hubo coches con tres, cuatro o cinco personas dentro que echaban combustible para irse de excursión al monte o de vacaciones, no iban a trabajar, desde luego, sino a hacer el gilipollas por ahí», añade irritado. Ahora, aunque «hay de todo», como enumera Maite («parejas, chavales…»), la «mayoría» sí que es «gente a la que no le queda otra que salir a currar».
Y de esa manera debería ser única y exclusivamente, claro, no solo porque así lo dicte ahora la ley, sino por mera empatía y civismo. Así lo piensan ambos trabajadores, que han de estar ahí, al pie del cañón, cumpliendo con sus obligaciones laborales, pero «no por gusto», como puntualizan. Por ello, les duele tener que coincidir con personas «irrespetuosas e irresponsables», como las denomina Mikel. En su caso, además, no solo tienen que exponerse al contacto directo con otros individuos, sino que entra en juego otra temida variable: el dinero en metálico.
«Tenemos miedo, sí», reconoce la vizcaína. «Es mucha gente de paso, que no sabes de dónde viene ni nada», explica. Y, aunque «la mayoría paga con tarjeta, aún hay bastantes que lo hacen con dinero», confirma contrariada, desconocedora de que la Organización Mundial de la Salud ha desmentido que el dinero en efectivo y, en concreto, los billetes transmitan el coronavirus. Así, no sería necesario lavarse las manos después de cada intercambio pecuniario. Ellos lo hacen «cada poco», relata Mikel, aunque no con agua y jabón. «Nos han facilitado gel desinfectante para las manos», nos cuenta aliviada Maite. «También líquido para limpiar superficies y guantes», añade.
Son días extraños, qué duda cabe. «Solo espero que esto termine pronto, a ver si la gente se mentaliza de que es algo grave que nos afecta a todos», resume Mikel. Al otro lado de la A-8, Maite se queja de que «no se reduzca el horario, para tener menos horas de riesgo al contagio». Su compañero, a 100 kilómetros de allí, coincide, pero, reitera: «es cosa de todo el mundo, vamos a salir de ésta, así que ánimo». Que no decaiga.