Alejandro Arteche acudió el pasado lunes al Kafe Antzokia para presenciar el directo de la joven artista norteamericana, en plena gira de presentación de «Boy Crazy», el EP que publicará el próximo noviembre. Su concierto fue de menos a más, sobreponiéndose a la frialdad de una sala con poco público y a las desafinadas cuerdas de su guitarra
Estamos asistiendo en nuestros escenarios a una, cada vez mayor, reivindicación del rock ochentero. Bien sea por el retorno de viejos conocidos como The Del-Lords o por las revisiones al estilo country rock de Dwight Yoakam, Steve Earle o Travis Tritt de Stacie Collins o la recuperación del nuevo rock americano de melodías preciosistas a cargo de guitarras distorsionadas vía Lone Justice de Lydia Loveless.
El pasado lunes 28 de octubre Lydia Loveless visitaba Bilbao dentro de su primera gira española para dar a conocer las canciones de su nuevo trabajo para Bloodshot Records, «Boy Crazy«, un EP de 5 temas que se publicará en noviembre y que la jovencísima Lydia presentó junto con el repertorio de sus anteriores discos ante una sala con escaso público.
Era lunes, el concierto estaba señalado a una hora demasiado temprana que casi coincidía con la salida del trabajo de muchos, había fútbol, veníamos de un puente y estamos a punto de comenzar otro, es final de mes y octubre ha sido un auténtico tour de force para el bolsillo de los aficionados al rock ‘n roll con conciertos internacionales todas las semanas y eso no hay cartera que lo aguante en estos tiempos por muy económicas que puedan ser las entradas.
Ante toda esta batería de contras se enfrentó puntual Todd May (guitarra de la banda de Lydia) para desgranar algunos temas de su disco en solitario, «Rickenbacker Girls«, en formato «one man show» en una esquina del escenario y ante poco más de veinte personas. Al final y para la salida de la banda al completo (se decía que la gira iba a ser acústica pero al final Lydia ha venido con guitarra, bajo y batería) la audiencia había aumentado a unas 70 personas, tampoco mucho si contamos con que el 10% éramos profesionales de medios que estábamos allí trabajando.
A pesar de lo fría de la situación y de la escasa conexión entre artista y público, con una Lydia, en un principio, poco comunicativa, hablando para el cuello de su vestido con la timidez propia de la veinteañera que es (y bastante preocupada por los problemas que le dio su guitarra durante todo el bolo -le entendimos algo como que se quejaba entre dientes de que el frío de la bodega del avión la había desafinado-, así como por una inoportuna cremallera del vestido que no hacía más que subirse -y que provocó momentos surrealistas entre los fotógrafos apostados en primera fila-), Loveless consiguió meterse en el bolsillo a los afortunados que acudieron a verla. Y parece que ella tampoco quedó nada descontenta ya que, en vez de realizar el bis habitual de cortesía consistete en un par de temas, al irse la banda, volvió a salir ella sola con su guitarra distorsionada a hacer un pequeño showcase de despedida donde habló de sus influencias y alternó clásicos a guitarra y voz como «I Don’t Care (If Tomorrow Never Comes)» de Hank Williams.
Y así terminó todo. El educado pero gélido «good night» con el que se despidió Lydia y su inseparable botella de cerveza dejaba a críticos de medios generalistas copa de vino en mano como si estuvieran en una inauguración de arte moderno intercambiando opiniones con músicos y promotores de la escena local de los que habitualmente ves en este tipo de saraos comentando si el concierto había gustado, si la banda había estado participativa y el público receptivo. Al final todo era una sensación agradable pero muy extraña, como de película de David Lynch.