Axl Rose, Slash y compañía protagonizaron el primer macroconcierto de la historia del nuevo San Mamés. Nos lo cuenta Oscar Díez, con fotos de Koldo Orue
Dos cosas nos gustaría aclarar al lector antes de que pierda (nunca mejor utilizado ese verbo) los próximos tres minutos de su vida leyendo este texto. Lo primero, dejar claro que el que esto firma considera «Appetite For Destruction«, primer disco de Guns N’ Roses, una de las indiscutibles obras maestras del rock ochentero y, la segunda, que su opinión sobre lo visto hace diez horas está ferozmente condicionada por una de las sonorizaciones mas atroces que recordamos y por una localidad que, de haber sido solo un poco más lejana, nos habría servido para acceder al Palacio Euskalduna. Difícil, por tanto, ser objetivo cuando hay que luchar contra todo. Y, dicho esto, vamos al lío.
Los precios (mi localidad de periodista acreditado era de las que costaban 96 euros -las entradas oscilaban entre 60 y 160 €-) hacían presagiar que, invitaciones incluidas, los angelinos iban a quedar muy lejos de llenar San Mamés, como a la postre quedó demostrado (a ojos de buen cubero, 30.000 personas -y puede que nos estemos pasando de benévolos, si bien, según datos oficiales, se alcanzaron las 40.000-). Eso sí, el público bramaba con cada mínima cosa que sucedía. Alucinamos cuando salió el logo de la banda en los pantallones y la masa chilló como si fuera un gol en plena final de la Champions League. Después llegó el orgasmo colectivo, cuando Axl Rose y su banda aparecieron, puntualísimos (se agradece, puesto que el bolo duró tres horas), y aún con el sol brillando sobre las cabezas.
El arranque fue una brutalidad que incluía «It’s So Easy«, «Mr. Brownstone» y «Welcome To The Jungle«. Sabemos que suena a que debería ser el delirio, pero ya en la primera canción nos dimos cuenta de que el sonido iba a ser tan espantoso que nos iba a condicionar cualquier tipo de disfrute. En «Live And Let Die» (original de The Wings, aquella banda de Sir Paul Macca) se buscó epatar con efectos de sonido de revólver, mientras Axl hacia la culebra y correteaba (o así) por un escenario de dimensiones faraónicas, emulando lo que fue hace tres decadas que, por lejanas, parecen seis. Hubo pañuelos en el pelo, sombreros, jeans rotos (muchos, con pinta de ser de Loewe) y una chupa de cuero blanco, que, permítanos la chanza, la estrella de la tele local, Joseba Solozábal, hubiera matado por tener.
Era como ver a Guns N’ Roses, pero en «Tu cara me suena«, una sensación extraña, digamos. Tras «Rocket Queen» y «You Could Be Mine» (sí, la de «Terminator 2» -del disco «Use Your Illusion«) sonó un digno «Civil War«, así como un homenaje a Soundgarden (su fallecido líder, Chris Cornell, y Axl eran colegas) vía «Black Hole Sun«. Aquí nos dio la sensación de que una parte importante del publico había desconectado y que ni siquiera tenía claro que esa no era una cancion original de la banda. Y, lo peor: les daba igual.
A nuestra izquierda, una pareja de chavales «wassapeaba«, al tiempo que crecían las colas en las barras (con cañas a 4,50 euros -al final tendrá razón Rajoy y resulta que la crisis es cosa del pasado-, ejem). También es verdad que, siendo justos, no era un concierto, sino lo que llaman un «show«, es decir, rock de estadio tipo Eurodisney (tú eres un turista y te van a poner el embudo durante dos horas -aquí tres- para que comas, bebas y compres camisetas (a 40 euros -ese era el precio de la prenda oficial-) mientras la música, en sí misma, es secundaria.
Tras un solo de guitarra de Slash que empezó genial en boogie boogie y desembocó en el previsibilísimo «El Padrino«, la banda atacó «Sweet Child Of Mine» con el público volviendo a la vida (fue una inyección de adrenalina a lo Tarantino) y Axl luciendo una chupilla de flecos como John Wayne en «El Dorado«. Por su parte, Duff McKagan, otro de los padres de la criatura, se mostró en óptima forma física, luciendo cachondas camisetas y el logo de «El artista antes conocido como Prince» en su bajo.
Pasadas las dos horas sonaron «My Michelle» y un agotador -no era el momento- «November Rain«, con público desfilando hacia su casa (hablamos de las 23.30 de un martes) y un murmullo general que hablaba por sí solo. Cayó «Knockin On Heaven’s Door» (tan funcionarial como el resto) y un animado «Night Train» (es un temón)… cuando el tren ya iba a ninguna parte.
De los bises, larguísimos y estériles, nos quedaremos con el cierre, «Paradise City«, una canción redonda, perfecta. Y así llegamos al final del espectáculo, con una sensación incómoda, como cuando comes un menú degustación barato de seis platos, y te llenas, pero nada estaba realmente rico.