La película de Carla Simón parece que te está contando algo liviano, o mejor, que no te cuenta nada; pero es como el rocío que al final te deja empapado: termina calando
Hace un lustro, Carla Simón nos pilló con el pie cambiado. Una treintañera era capaz de emular a Víctor Erice y hacerlo sin resultar pedante, haciendo cine de sentimientos sin subrayar. Entendiendo que el público, educado, adulto, era capaz de atar cabos y terminar las frases.
«Verano 1993» era lo mejor que le había pasado al cine español en años. Sin hacer ruido, sin estridencias.
La siguiente era jodida, era la reválida, cuando los cuchillos y los portátiles están más afilados. Pues, señores, la Simón ha llegado para quedarse. «Alcarràs» es solo la historia de tres generaciones que recogen juntas la última cosecha de melocotón. Hay miradas, silencios, recuerdos, jerarquías, huelgas, sol, tensiones entre cuñados y niños que gritan a la hora de la siesta. O sea, la vida.
Parece que te está contando algo liviano, o mejor, que no te cuenta nada; pero es como el rocío que al final te deja empapado: termina calando.
No es fácil hacer lo que hacían Erice («El sur») o Armendariz («Tasio»), sobre todo cuando se supone que no tienes el suficiente bagaje vital como para desentrañar de qué va la vida, pero parece que todo esto no afecta a una Simón que, que al aterrizar en Barcelona, cuando le preguntaron dónde traía el Oso de Oro recién ganado en Berlín, abrió la mochila y mostró uno de los mayores trofeos del cine español en décadas, como quien saca un táper con melocotónes. La aplastante sencillez de lo auténtico.
Corran al cine a ver «Alcarràs».