5 razones por las que se puede ser feliz en San Sebastián y no sucumbir a un clima apestosamente húmedo. Por Jon Pagola, con fotografías de Lorena Ottero
Hace sol (traducción: han salido unos rayos de sol y el cielo ha dejado de ser una perpetua y amenazante mole gris) y todo el mundo debe estar abordando las playas, tomando algo en las terrazas, sacando al perro a pasear o lo que la gente haga los domingos de junio por la tarde. Cuando hace bueno, hasta un tipo tan poco dado a los sentimentalismos como Gabriel Rufián se derrite por dentro y escribe un tuit tierno como Bambi. Con esta metáfora musical seguro que se entiende mejor lo que quiero decir: es como si una canción arcoíris de La Casa Azul -cualquiera, todas causan vergüencita ajena- se apoderase de las calles de San Sebastián y tú, que para nada tienes un gusto melifluo y eres fan del rock escandinavo y de los primeros 6 discos de Black Sabbath, automáticamente te pones a tararear la letra, abducido por el pop más edulcorado que existe.
Sin embargo, lo normal es que haga malo. Muy malo. De hecho, en el tiempo que llevo escribiendo esto (18 minutos ADLA, Antes De Las Autocorrecciones) ya se ha puesto a llover. Otra vez. Y no tiene pinta de que sea una tormenta pasajera. Con el agua que ha caído en los primeros cinco meses de 2018 se podría haber generado un multitudinario y letal ejército de gremlins capaz de invadir Corea del Norte y Estados Unidos a la vez y desplumar, sin grandes sobresaltos, a sus descerebrados líderes: ha llovido 110 de 156 días, es decir, el 70% de los días.
Así las cosas, cuesta un poco más (bastante más, de hecho) amar con fe ciega a un sitio que abandera un tiempo tan hostil. Pero este post va precisamente de eso, de reivindicar Donostia hasta en los días más inhóspitos, de cuando llueve, hace viento y cruzar el puente del Kursaal se convierte en una interminable odisea, de no rendirse, como cuando tu equipo de fútbol desciende a las brasas de la Segunda División y le toca jugar un soporífero partido en Albacete o Almería y bajas al bar con la bufanda atada al cuello como una anaconda, solo y sin amigos, por una cuestión de solidaridad, de amor de madre, puro y verdadero.
Va de eso y también, al mismo tiempo, de intentar no caer en lugares comunes, clichés, frases moñas, categóricas e hiperbólicas. No sé si lo conseguiré.
Llegados a este punto mirémonos a los ojos y afrontemos la realidad: San Sebastián no es única («Donostia bakarra munduan»), ni tiene los vecinos más abiertos, ni los más majos, ni los más estilosos, ni la mejor cerveza (Killer no, gracias) ni es para todos los bolsillos, ni es cosmopolita, ni tiene grandes museos, ni muchos bares con una cuidada selección musical, ni un casco antiguo inmenso, ni una historia milenaria, ni un montón de cines con películas en versión original (cada vez menos, de hecho), ni cafeterías de toda la vida, ni bares de viejos ni otras muchas cosas que a mí me motivan de una ciudad.
Y, por supuesto, su clima es apestosamente húmedo.
Pero, pese a todo, resulta que aquí se puede ser feliz por razones como las que vienen a continuación:
Camina, pasea, coge una bici
La mayoría del tiempo trabajo desde casa. Así que cuando quiero airearme un rato, salgo al exterior y voy a pie por la calle Rodil, cuesta arriba y cuesta abajo deslizándome suavemente como una inofensiva montaña rusa. No tardo más de 15 minutos en llegar a la playa de la Zurriola. Pero lo que más me gusta no es alcanzar mi destino y sentarme en un banco o en el muro de la explanada de Sagüés; me quedo con el trayecto en sí, un breve viaje por las villas ajardinadas de la parte baja del monte Ulía. Resulta de lo más estimulante. Si ese mismo camino lo hago en bicicleta, tardo unos 5 minutos aproximadamente. Pero no es lo mismo: me pierdo los detalles. Voy demasiado rápido. No puedo fantasear con vivir en esa casa o mejor en esa otra que tiene un patio trasero donde puedes leer y tumbarte en la hamaca.
Doy fe de que la brisa marina tiene propiedades curativas. En 2013 vine de Madrid hecho un cuadro y mi ansiedad subía hasta la torre de Iberdrola. Los paseos por la Zurriola me ayudaron a mejorar mi estado cochambroso y, poco a poco, el pecho dejó de oprimirme violentamente. Hubo otros muchos factores que explicaron cómo salí del bache (básicamente tres: una psicóloga, comida rica y un gran amor), pero aquellas idas y venidas por la playa fueron claves.
Se supone que el recorrido clásico donostiarra debe incluir el Paseo Nuevo, el Puerto y, cómo no, la bahía de la Concha. Muy a favor de todo esto, pero los prescriptores de paseos donostiarras me van a permitir un apunte: mejor hacerlo de noche y entre semana, cuando no hay nadie y el silencio de las calles amplifica el sonido de las olas y casi oyes tu propia respiración captando el característico olor a mar.
En realidad, esto lo descubrí hace poco. Salí a correr por ahí un lunes a las 10 de la noche y cuando iba trotando por el Paseo Nuevo tuve una sensación incomparable. O así me pareció: aquella inmensidad oscura, el negrísimo mar cantábrico, era mío y de nadie más.
Vete a un concierto
Si no te va la música en directo, puedes saltarte este punto. En mi caso, un concierto de rock (puede ser cualquier otro género: lo importante es que despierte emociones y sea sincero) le da sentido a mi vida. Va más allá de un mero acto social, la típica excusa para tomarte un par de cervezas con amigos y conocidos mientras suena música de fondo. Se trata de algo más trascendental. Paladear in situ música bella y apasionada. Transportarte a través de las canciones a cualquier otro lugar, a otra época y a otras personas. Y, lo más importante, los buenos discos y los buenos conciertos te recuerdan que estás vivo y logran borrar (o al menos diluir) las penurias cotidianas.
Hay quien necesita un gimnasio debajo de su casa para ser feliz. Otros un cine con pantalla XL, un charcutero de confianza o un centro comercial donde dejar a los críos el sábado por la tarde. Yo lo que quiero es un concierto decente a la semana. No pido mucho más. Y tengo la suerte de que en Donostia no solo hay uno, sino varios conciertos decentes a los que ir todas las semanas y, normalmente, a un precio inferior que en Madrid o Barcelona.
(Este es un dato que no se subraya lo suficiente: en una ciudad tan cara como esta los conciertos suelen ser relativamente baratos.)
A veces oigo a la gente quejarse porque «ya no vienen los grupos que venían antes al Velódromo», «no estamos en la liga de las grandes giras» y cosas por el estilo. Tonterías. Los mejores conciertos son sin duda aquellos en los que hay menos de 500 personas, el sonido acompaña y, si te apetece, puedes estrecharle la mano a cualquier miembro del grupo. Aunque el Bukowski hace un tiempo que echó el freno y apenas ofrece música en directo, la oferta de las salas pequeñas de la ciudad es estupenda. Solo con la programación de la triada Dabadaba – Convent Garden – Kluba (me he dejado fuera las casas de cultura, el Kursaal y los dos teatros) da para hacer un sudoku de actuaciones.
El tándem Gros-Egia
El bar El Cohete (Ramón y Cajal, 3) abrió sus puertas el pasado fin de semana. Se encuentra en una de las calles del barrio de Gros que llegan hasta la avenida de la Zurriola, a unos 50 metros del paseo marítimo. Suena “Hierro y Niquel”, el último single de Los Planetas. Ahora ponen un disco de Beach House. Entero. Hay cañeros Mahou, raciones (salmorejo, ensaladilla rusa, tortilla de patatas, embutidos etc.) a precios asequibles y, en general, tiene el look de un bar madrileño entre castizo y moderno.
Con la excepción, tal vez, del barrio de Egia, un bar así no pega en otro lugar que no sea Gros: «Me encantaría que fuera un bar de barrio. Un lugar en el que haya buen ambiente y música chula. Conocer a los clientes habituales y poder generar con ellos una complicidad. Cuando pasa algo así, el que está fuera de la barra casi que podría estar trabajando dentro de la barra y viceversa», cuenta Javi Sánchez, uno de los dos socios de El Cohete junto a su hermano Borja, ambos músicos (ayer en La Buena Vida y hoy) en el grupo de pop AMA.
Gros posee alma de barrio, es verdad, y tiene al menos otras tres cosas buenas: a) suele haber gente joven b) está pegado al mar c) no es pijo como el centro ni está tan masificado como la Parte Vieja.
Más allá de lo que pudo haber sido y no fue, Egia es mejor con Tabakalera. A ver qué ciudad de 200.000 habitantes tiene una biblioteca como la de Ubik, un cine con una pantalla espectacular y una programación atrevida, dos grandes salas de exposiciones y la sala de conciertos con la mejor acústica en 20 kilómetros a la redonda. A Tabakalera hay que ir. Sobre todo, cuando no para de llover y necesitas un refugio donde desplegar tus inquietudes culturales.
Sí, la comida
Casi todas las semanas sale un nuevo post en el que alguien recomienda una ruta de pintxos imbatible. Yo mismo he caído en la trampa creyendo que mi paladar es infalible y que los bocados que estallan de placer en mi boca son los que necesariamente DEBEN triunfar en toda la población. Obviamente, esto no es así, y menos aún si la selección viene de un periodista con ínfulas de conocedor gastronómico y no de un crítico curtido en la materia. Pero lo cierto es cada vez que he pasado fuera largas temporadas (Granada, Polonia, París, Madrid…) he acabado echando de menos la comida de aquí. No es que en otros lugares no se coma bien o que me niegue a abrir mi estómago a otras culturas, al contrario; el otro día un amigo me llevó a un restaurante vietnamita en Barcelona y salí encantado.
No, no es eso. Aunque me fastidia reconocerlo y contradice uno de los puntos en la introducción de este artículo («no emplearás hipérboles gratis»), creo que tiene un poso de verdad lo de que «como aquí no se come en ningún lado». Con este ejemplo práctico se captará mejor el argumento gastroombliguista. Hace unos meses tuve la oportunidad de acompañar a un grupo de turistas en un tour de pintxos por la Parte Vieja organizado por una empresa local. Se apuntaron ocho personas que, previamente, habían abonado una suma de dinero nada desdeñable. A tenor de lo pagado, me parecía que el listón estaba muy alto y que solo una experiencia culinaria-cultural ÚNICA podía satisfacer a aquella heterogéna cuadrilla de chinos, americanos, australianos e ingleses.
Estuvimos aproximadamente tres horas juntos, de 19:30 a 22:30, y recorrimos los siguientes bares, todos ellos muy conocidos: Sport, Egosari, Borda-Berri, Sirimiri, Txuleta y La Viña. Comieron y bebieron como galos y, después de zamparse la tarta de queso a modo de postre lo tuve claro. En sus países hablarán maravillas de la cocina vasca.
Volver al Peine del Viento
Exceptuando la barandilla de la Concha, es probable que no haya un emblema más reconocible en San Sebastián que el del Peine del Viento de Chillida. Vuelvo a recomendar un plan recurrente, pero lo hago del modo en el que se sacan del cajón las fotos de aquel viaje a Irlanda en 2º de BUP. Por nostalgia. He ido muy poco al Peine del Viento y la mayoría de las veces ha sido de niño acompañado de mis hermanos y mis padres. Me recuerda a la infancia y de cuando venir a Donostia (soy de Hondarribia) implicaba hacer un poco el guiri incluyendo una pequeña parada en cada punto turístico de la ciudad.
El otro día tuve la oportunidad de entrevistar en el Peine del Viento a Alejandro Díez, más conocido como Cooper. Me contó que de pequeño acompañó a su padre, que trabajaba en el ayuntamiento, a la inauguración del espacio en 1977. Recopilando testimonios de amigos y conocidos, me he dado cuenta de que Álex y yo no somos los únicos a los que la obra de Chillida provoca cierta nostalgia. En 2004 Cooper publicó el EP Oxidado con un dibujo del Peine del Viento en la portada y un acusado tono melancólico en sus letras. Es, casi con total seguridad, su mejor trabajo hasta la fecha.