Encajonado en el bajo de un edificio, semiescondido, está en el barrio de Gros, es muy familiar y, sobre todo, es auténtico.
¿Pero aquí hay un mercado? Cuando uno se planta en la plaza Nafarroa Behera surge la pregunta. Se recomienda inspeccionar la zona con atención. A ver: un parque infantil, una terraza cubierta donde siempre hay gente (¿es este el bar de Donostia más concurrido los 365 días del año?), el popular Irish pub Kelly’s… y sí, ahí está, un mercado encajonado en el bajo de un edificio, semiescondido, como si tuviera fobia social o sufriese un incorregible ataque de timidez. Un mercado de abastos normal y corriente con productos locales y esenciales. Sin ínfulas gourmet ni precios desorbitados; vamos, de los de toda la vida. No tienen la necesidad de vender sushi en cada esquina.
Si no vives en Donostia seguramente ni lo conozcas. No te apures: muchos donostiarras nunca han entrado a este espacio en el que conviven amistosamente 12 puestecitos.
En la panadería y pastelería Ja confirman la sospecha: pasan de puntillas en la ciudad. «Mucha gente, sobre todo jóvenes, no saben ni que existimos», dicen. Su clientela, como la del resto, vive mayoritariamente en Gros y, a lo sumo, en barrios satélite como Intxaurrondo o Ategorrieta. En su caso juegan con ventaja: son los únicos que atienden en la plaza y el interior. La cola se bifurca, respetando así la distancia de seguridad para sortear la pandemia. Los clientes van turnándose entre una ventanilla y otra. Compran pan -«de masa madre», subrayan en el establecimiento- y van bien servidos de pasteles, que por algo hoy es sábado y toca darse un capricho. Para la foto los chicos de Ja sacan a la calle una hermosa pantxineta, el postre estrella el día de San Sebastián.
A las 11:05 de la mañana este mercado ya es un hervidero de gente. Todos locales. A ojo, unas 30 personas. Se despliega en forma de ábside. Destaca una especie de barquita anclada en el centro con dos puestos de verduras a los lados. De cara, dando la bienvenida al visitante, está escrita la palabra AZOKA. El espacio es reducido. Mucho. Quedarse quieto en tierra de nadie no es una opción: recibo una pequeña reprimenda de la carnicera para que deje pasar a la gente. Se van formando filas de compradores. Manu Arenosa es uno de ellos. Espera su turno frente a la frutería. Y recuerda que antes de la reforma de mediados de los 90 el mercado era otra cosa: tenía dos plantas con sus escaleras mecánicas y todo. Ahora se ha quedado en una versión reducida, de tamaño familiar, tiene su punto.
La presidencia de esta comunidad de propietarios se turna todos los años. En 2020 le tocó a Sergio Palacio. Este pescadero grandullón y carismático es el alma del mercado. Cocinero de formación, colecciona Lambrettas y acabó de rebote en una pescadería. Habla con todo el mundo, sonríe, bromea, trabaja. Su puesto es minúsculo. Y se cotiza al alza. «El que viene tarde se queda sin pescado», asegura. «Vivo al día. Compro en la lonja lo que me gusta y veo que tiene buen precio. Lo vendo y ya está. Esto no es un Eroski. Si vas a la pescadería (de un supermercado) están todos los mostradores llenos», explica.
La conversación se interrumpe una y otra vez. Los clientes, que se le agolpan. Las piezas desaparecen a toda velocidad. Para las 12 solo quedarán un par de gallos y una caja de marisco. Poquito más. Jon Lamarca es periodista y ha venido con su pareja, también del gremio, para hacer las compras del fin de semana. Son clientes habituales. Guardan cola para comprar queso, miran de reojo a la pescadería. «Su pescado es excepcional. Si no vienes pronto se acaba», confirman.
Con todas las gallinas que custodia Joxe Mari Aranburu se podría fundar un nuevo municipio guipuzcoano. Tiene 8.000 repartidas entre su caserío de Zizurkil y otras granjas que tiene alquiladas, todas ellas criadas al aire libre. «Son demasiadas», bromea este hombre afable que a sus 65 años sigue al pie del cañón. Coge un huevo del montón. Lo acerca a la cámara. «Mis huevos son camperos. Mira el código, pone 1».
A su lado, en una esquina, descansan las únicas flores de todo el mercado. Lucen como un pedacito de jardín primaveral. De su arreglo se encarga otra veterana vendedora, Arantxa Eizagirre. Lleva 32 años en este oficio. «Empecé en el antiguo mercado vendiendo las verduras que teníamos en el caserío. Lo que nos falta lo completamos con productos de fuera, siempre de temporada y primando la calidad. También tengo flores. Yo me encargo de hacer los ramos», afirma.
Advertencia para los urbanitas que sueñan con vivir en el campo y plantar un huerto. Esta no es una vida sencilla. Que se lo pregunten a Agurtzane Orkaiztegi, de 41 años. Sale de casa a las 6 de la mañana. Va a un sitio, luego a otro. A las 7 ya está en el mercado, poniendo a punto sus verduras. Todo lo hace ella sola. Es madre. Y le cuesta un mundo sacar tiempo libre, CONCILIAR. «Mantener este negocio es complicadísimo», se lamenta. Saca la lista de pegas e inconvenientes. «Cada vez tengo menos tiempo. La gente tiene muy poco tiempo. Luego está la competencia de las grandes superficies…».
Poco a poco el mercado se va descongestionando. Se abren espacios, como en la prórroga de un partido de fútbol. Ahora sí. Puedo circular por los pasillos con holgura. Puedo parar. Distraerme viendo lo que hay. Leche de oveja. Canela en rama. Tomate seco. Aceitunas de todos los colores. Té. Más té. Un mensaje que en realidad es un chiste: «Sabes qué té quiero». El puesto de Elena, Libra Erdi, es un cajón de sastre. Pero todo tiene tan buena pinta que el caos termina por ordenarse a su manera. Dos señoras piden un puñado de aceitunas. Madre e hija.
-¿Venís mucho por aquí?
-Cuando la ama está bien sí. Hoy es uno de esos días.
-Entonces, ¡tenéis que aprovechar!
-Eso es lo que intentamos.
Las historias de la pandemia también se han colado en este mercado. Como en todos los sitios. Sergio, aunque lo disimula con brillantez, está un pelín tocado. Un cliente de su pescadería le ha contado que dos amigos se contagiaron de covid cenando en una sidrería. Acaban de fallecer. Este cliente, explica Sergio, también pilló el virus. Pero se ha librado. Ha tenido suerte. Las conversaciones, en algunos casos íntimas confidencias, solo se dan en un mercado así, casi de juguete, como en una charla entre amigos en el fondo de un bar.