Para Eduardo Ranedo, los londinenses son una banda «hoy todavía hilvanada pero ya interesantísima y con un futuro innegable», que con su primer LP «anticipa tantas cosas como para casi obligarnos a estar pendientes de cada paso que den». A seguirles la pista, pues.
Ya el año pasado, cuando Black Midi apenas tenían material grabado ni presencia en las redes sociales y solo unos cuantos habituales del circuito underground de salas habían detectado su directo, la prensa musical británica –en línea con una de sus más asentadas tradiciones- les aupó al status de “mejor grupo del momento”. Pero las cosas no funcionan como antes, es obvio, y ha sido después del impacto de un video en YouTube viralizado a lo grande, el de su actuación en la emisora KEXP de Seattle a primeros de 2019, cuando han terminado -para su sorpresa- en el centro del radar.
Procedentes del sur de Londres y de la misma escena de la que surgieron grupos como Goat Girl, Fat White Family o Shame, Black Midi son una banda hoy todavía hilvanada pero ya interesantísima y con un futuro innegable, que con su primer LP anticipa tantas cosas como para casi obligarnos a estar pendientes de cada paso que den.
Vivimos unos años de un revival post-punk tan descarado como descafeinado, caracterizado en gran medida por la traición a la esencia de su versión original: precisamente el abandono de los esquemas rock tradicionales, esquema que ni siquiera el punk del 77 -con toda su vocación de ruptura, y salvo escasas excepciones- fue capaz de conseguir. Reivindicar el post-punk fusilando a sus principales exponentes no es sino pervertir su razón de ser y por ello bandas como Black Midi resultan tan atractivas. Lo son por una actitud de riesgo y ruptura que –por supuesto- ya hemos visto antes pero sigue siendo poco común. Sus canciones son una catarsis semicontrolada en la que conviven armazones funk con texturas ambient y hasta kraut (no es difícil encontrar en su música trazas de Neu! o de Can), afilados riffs de guitarra que siempre parecen estar buscando los ángulos, música industrial y, directamente, ruido.
«Schlagenheim» (Rough Trade, 2019) está lleno de detalles fugaces que te mantienen alerta debido a la gran cantidad de cosas que ocurren en sus temas, chispazos que por lo visto extraen tras practicar durante horas en formato jam y que les acercan a referencias nada obvias en este momento como Van der Graaf Generator o los King Crimson de primeros de los setenta. En su música hay amagos de hardcore intelectual y math-rock convenientemente acunados por la producción de Dan Carey (Kate Tempest, Tame Impala, Fountains D.C., Bloc Party…), también post-rock a toda hostia y ritmo desatado, agresivo y muy abrasivo. Pero, tras el choque entre la parte calculada y la visceral, hay un sentido y también un bello intríngulis que seguro gustará a los fans de Pere Ubu, The Fall o Fugazi. Quién los pillara en un programa doble con Vulk, por cierto.
Black Midi son difíciles de encuadrar, lo serán todavía más en el futuro. Banda líquida, abierta a la apertura –sirva la licencia, a falta de mejor calificativo- y sin embargo hermética ante lo superfluo o banal. Teniendo en cuenta su edad casi juvenil esto es lujo asiático. Decía hace poco su cantante y guitarrista Geordie Greep en una charla con la revista Loud & Quiet que “en dos años, la música de Black Midi resultará irreconocible comparada con lo que es hoy» y que solo tratan de emplear los recursos que tienen «para hacer algo bueno, hacer algo bueno, hacer algo bueno», ya que esa es su «misión». No es el primero que lo dice, pero a este… te lo crees.